En
el seno del Programa ComunicA y, con la finalidad de implementar la
expresión y la comprensión escritas, en el I.E.S. Gamonares ha comenzado
la construcción de un relato colectivo. Un miembro de nuestra comunidad
educativa cuyo nombre no puedo desvelar aún ha creado este texto, que
será continuado de forma anónima y discreta (al menos por ahora) por
alguno de vosotros. Estad muy atentos, ya que podéis sentir la llamada
de la forma más inesperada.
CAPÍTULO I “Tarde de castigo”
“Deja
de decirme lo que tengo que hacer”, le dijo Óscar a su madre tras
escuchar la misma retahíla de amenazas, consejos y reproches de siempre. La misma
estructura, el mismo fin: calentarle la cabeza. Una y otra vez. Y él ya
estaba harto. “El día menos pensado no vuelven a verme el pelo”,
pensaba.
Esa
tarde y hasta nueva orden estaba castigado (como siempre en los últimos
meses) por haber suspendido varios exámenes pero, sobre todo, por la
última notificación que había llegado desde el instituto. Sus padres
normalmente le quitaban importancia -casi llegando a ser
complacientes- a sus pésimos resultados académicos, le daban ánimos y lo
alentaban hacia futuras oportunidades, pero lo que no podían soportar
-y así se lo manifestaban cada tanto- era que su actitud no fuese
ejemplar, es decir, que sus profesores delatasen sus faltas de respeto.
Una actitud que su madre no era capaz de comprender (“¿pero en qué he
fallado?”, se preguntaba constantemente). Ese insulto contra don
Mariano, uno de tantos, había sido el detonante, la eclosión de una
rabia por mucho tiempo contenida por sus padres.
Su
madre seguía allí, mirándolo desde el quicio de la puerta, aunque con
la mirada perdida y cargada de confusión, ira, e impotencia. Una mirada
henchida de resignación con las lágrimas agolpadas al abismo del llanto.
Pero a él le era indiferente. “Déjame en paz”, le dijo mentalmente.
Se
lo habían quitado todo: el móvil, la tableta, el ordenador, la
televisión, las salidas, las actividades de las tardes, hasta el balón
de fútbol. "Y ahora qué hago yo”, se preguntaba. Estudiar no, por
supuesto. Los estudios le daban absolutamente igual. Total, para lo que
servían… Oteó las paredes de su habitación buscando algún refugio en el
que mitigar el paso lento de las horas, pero solo encontró algún póster
de sus futbolistas preferidos, ya retirados; fotos con sus amigos y
hermanos de pequeños, y las tres medallas que había ganado en diversas
competiciones de atletismo. De pronto, su mirada fue a parar a un libro
solitario del que no se había percatado antes: “La soledad de la
rebeldía", de un tal Jairo
García, y esa palabra, en ese momento más que en ningún otro, llamó
demasiado su atención: “soledad”. Odiaba leer, odiaba los libros, lo
odiaba todo. Sumido en ese pensamiento de odio absoluto, se percató de
que su madre había desaparecido. Y, ante la falta de opciones, decidió
hojear el libro con cuyo título se sentía extrañamente identificado.
Se
dirigió hacia él con desgana, anticipando el aburrimiento que de su
lectura se desprendería y se tumbó en la cama con él entre las manos. Su
aspecto era poco apetecible: un libro de pasta blanda, de color verde
oscuro y algo raído por el paso del tiempo. Cruzó las piernas y, al
abrir el libro por la primera página, tuvo que parpadear en varias
ocasiones ante lo que allí leía escrito. El capítulo I, “Tarde de
castigo”, comenzaba así: “Hola, Óscar, ya era hora de que abrieras este
libro. Llevaba mucho tiempo esperándote”.
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